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miércoles, 10 de mayo de 2017

Nunca más. La actual etapa suramericana no es rémora de genocidios sino su continuidad ensoberbecida, la cuestión es romper ese dominio



Dos acontecimientos históricos suceden en días sucesivos. Ahora, este 10 de mayo, en Buenos Aires, una concentración popular polifacética contra la brutal y torpe altivez de una variopinta corte virreinal tan desnuda como el virrey, justo ahora que empiezan los fríos en el hemisferio austral (es una suerte, en el septentrional americano aumentarán otros calores). El otro acontecimiento ha sido y será por largo rato el 72° aniversario de la derrota del nazismo alemán con el ingreso del victorioso Ejército Rojo a Berlín, cuya conmemoración central en Moscú pone en el centro vislumbrar el aceleramiento de un cambió de época y la posibilidad  de un nuevo salto.



Los pueblos del mundo, la URSS, Suramérica, y en ésta, Argentina, entraron con la caída del nazismo alemán, a mediados del siglo XX, en faces no idénticas pero todas de ilusión posbélica. Pusieron sus cuidados en evitar rémoras, pero no en romper continuidades. La circunstancia de acceso al mercado de consumo de los trabajadores asalariados que se celebró como movilidad social (sin ver el trasfondo de ávido negocio), la paz, el descubrimiento o reencuentro con aspectos de la historia propia movilizados por las artes populares (especialmente la literatura y el teatro independiente en las ciudades rioplatenses) y la irrupción de la renovada cinematografía mundial de posguerra marcaron la época.



Ilusión posbélica que, como la más cercana ahora del posmodernismo, tanto motivó como también distrajo al pensamiento crítico y retrotrajo la política al quehacer técnico, a mero oficio, y la sustrajo del campo de la filosofía, la ciencia y las militancias populares.



Romper la continuidad 1



Un argumento que se nos podría intentar oponer ahora plantearía el fracaso histórico de los inmediatismos, del radicalismo o infantilismo revolucionario.  No es del caso ahora. Esa argumentación, de darse, estaría mediatizada por cierta confortabilidad de una inteligencia académica auto-referenciada y sobrealimentada por el propio establischment del capitalismo. Inteligencia auto-referenciada que inventó la estratificación social según el consumo de los individuos y no en relación con su papel en la producción y los salarios en relación con la sustracción por parte de la clase capitalista de la plusvalía generada por los propios asalariados. En el medio, precisamente, e inventada para contener las luchas obreras y populares, se puso una capa “impermeable”: la pretendida “clase media”, a la que los asalariados obedientes, dispuestos acríticamente a un adiestramiento funcional de administradores, podían “ascender”. Recuérdese, por si acaso hubo olvido, que Marx en El Capital (Tomo I, edición de Moore y Avelling, p. 517) –bien liso como José Ramón Cantaliso canta, para que lo entiendan bien (Nicolás Guillén)–, dice: «La producción capitalista no es simplemente la producción de mercancías sino, en lo esencial, es la creación de una plusvalía […] Ese trabajador sólo es productivo si produce una plusvalía para el capitalista [un valor que es superior al salario por él percibido y sumados los de la materia prima y los procesos de producción), y de ese modo trabaja para la expansión del capital ».1



La consigna “Señores jueces, nunca más” –tomada del alegato en 1985 del fiscal Strassera en el juicio a las Juntas Militares de 1976 a 1983–, que en Plaza de Mayo y demás plazas de las ciudades argentinas se escucha hoy, a mí me cuesta entenderla si no la analizo desde la perspectiva antes manifestada. ¿Por qué “Señores jueces” y no: “Profesionales a los que costeamos sus aprendizajes para que trabajaran de defensores de nuestros derechos, dejen de encumbrarse tal mercenarios asociados en sociedad con abusadores, torturadores, asesinos y ladrones de nosotros trabajadores y pueblo”? ¿Por qué no: “Cortesanos, váyanse, dejen aquí sus cosas mal habidas, búsquense otra identidad y nacionalidad porque las de acá fenecerán ni bien no los veamos más, vivan como puedan, como lo hacemos tantos, pero lejos, apúrense, no falta mucho para que los metamos presos”?



El tan mentado en la Argentina contemporánea por la farándula mediática Colegio Cardenal Newman en el que “se formaron” en sus adolescencias Mauricio Macri, su amigo Nicolás Caputo, Jorge Triaca, Rogelio Frigerio, Diego Basavilbaso, Pablo Cousellas y por lo menos media docena más de miembros de la corte virreinal se crea en 1948 por iniciativa de la Iglesia Católica argentina que convoca para ello a la congregación irlandesa “Congregatio Fratrum Christianorum” –más conocida como  “Christian Brothers” o “Hermanos Cristianos”–, dedicada a la enseñanza general y confesional de adolescentes varones.  El propósito en Suramérica (en los tres países donde se asentaron) fue, a partir de la experiencia de casi ciento cincuenta años en Europa con niños y jóvenes en general desvalidos, formar a los hijos de una creciente “clase media” especialmente compuesta por inmigrantes emprendedores que sería llamada a ocupar puestos relevantes en empresas y gobiernos. No fue un hecho fortuito, como tampoco lo fueron la aparición en Buenos Aires de la revista Billiken un año después de la conmoción generada por la Revolución Bolchevique de 1917, o el auspicio por los posteriores años veinte y treinta del sentimiento de feliz progreso social con la promoción de una “clase” no de obreros ni de patrones. En 1948, y luego en 1971 –cuando inaugura la sede de San Isidro (Boulogne)–, el Colegio Newman se propone contener primero la “negritud” que irrumpía desde el interior profundo a recuperar su país, y luego la efervescencia en busca de una sociedad igualitaria. A los ex condiscípulos de la hermandad les fue bien y les irá mal: escalaron posiciones, menguaron sus manifestaciones de servir a dios y a los pueblos de dios, acumularon negocios y ganancias, compraron, vendieron y mudaron divisas y, finalmente, se estrellarán contra una realidad incontrastable impedidas sus voluptuosas mediocridades de darse cuenta que no había sido bueno no caer “en la educación pública” en la que anidaron y se desarrollaron tantas personalidades intelectuales de las ciencias, la literatura, la política, las artes y los derechos humanos. Fue un fracaso el rol de los “hermanos”.



Romper la continuidad 2



A mi padre, muerto ya hace mucho, de quien llevo mismo nombre, una plaqueta quizá todavía lo recuerda en el acceso a un aula del Liceo Militar General San Martín, en el primer cinturón noroeste del Gran Buenos Aires. Yo nunca ingresé a ese establecimiento para constatar el supuesto homenaje. Allí, como docente civil, fue profesor de las materias Castellano y Literatura, y luego también regente de estudios. Por 1984, ya jubilado desde los años sesenta, cuando se iniciaron los juicios a las Juntas Militares un inmenso sentimiento de derrota personal vino a mutilar definitivamente su naturaleza cordial, me dijo, levantando la vista del diario que leía sentado a la sombra de un laurel: «Albano Harguindeguy… yo fui profesor de esta bestia».2



Romper la continuidad es ser conscientes de que en diciembre de 2015, montados en un aparato de confabulaciones, groserías y mentiras, dirigidos por remotos centros operativos subordinados a clubes como el Bilderberg3, en Nuestramérica, primero en Argentina y luego en Brasil, con la vista puesta fija en Venezuela y Bolivia y extendida hacia otros pueblos hermanos y muy cercanos, se desataron “procesos” como aquellos de “organización nacional” de la década de 1970, dirigidos ahora a una suerte de restauración virreinal del imperio del capital concentrado, cuyos primeros pasos hace ya más de quinientos años se fundaron sobre la acumulación primaria significada por el robo de metales preciosos que hicieron mercaderes de la entonces corona hispana, y también piratas británicos (por eso de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón).



Esta restauración de la subordinación de nuestros países y pueblos fue puesta bajo responsabilidad, gestión y operación de la primera generación autóctona de los nuevos gerentes de las empresas multinacionales, los llamados CEO, en general mequetrefes ya viejos al nacer. Llegaron envalentonados dando pasitos de baile. Se metieron a hacer lo que nunca entendieron, supieron ni quisieron hacer: gobernar en representación de mayorías. Como la propia aunque menor ideología que dicen profesar (¡lectores de Ayn Rand!), se descomponen, y caerán.



Es imprescindible deshacerse de sus vestigios construyendo lo nuevo. Ahora sí, sin rémoras.   





Notas:

1 Maurice Dobb, Teorías del valor y de la distribución desde Adam Smith. Ideología y teoría económica, Siglo Veintiuno Editores, México, Buenos Aires, 2004. En corchetes y bastardillas agregado mío.


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