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lunes, 31 de marzo de 2014

El porqué de mis alteraciones de la presión arterial





—Qué tal, cómo le va, cómo se siente —pregunta el médico.

—Bien, normal… —le respondo—, he venido para presentarme, seré tu paciente, tengo setenta y dos años y acabo de jubilarme. Pero me siento bien, hago vida normal, trabajo…



A Daniel H., joven y cordial médico que me asignó el instituto del Estado argentino para la seguridad social de jubilados y pensionados, no le digo de mis pesares y esperanzas del orden político. Si él, en alguna ocasión, me preguntara el porqué creo yo suceden mis variaciones de presión arterial, probablemente le explicaría. No los problemas arteriales y venosos, claro que no, que Daniel conoce muchísimo mejor.



Probablemente le explicaría, si no demorara la atención de otros pacientes con ello, que de chiquilín, con menos de quince años, manejaba una máquina herramienta como la de la fotografía. Una limadora. Una máquina herramienta que operada por el obrero va con sus repetidos movimientos rectilíneos, como una poderosa gubia, extrayendo material metálico para dar forma a una pieza antes diseñada y dibujada milimétricamente. El operador, yo mismo en mis recuerdos, va alzando o bajando la herramienta girando en un sentido o en otro una manivela en la torreta del torpedo que va y viene, mientras la mesa automáticamente se desplaza en transversal dirección con su morsa y el sujeto trozo de acero que se forma.



Tenía quince años, como mis compañeros de la escuela técnica (en aquellos años escuela industrial de la nación), y aprendíamos a interpretar un plano, a dibujar con tiza y gramil un perfil, y a preparar y manipular la máquina limadora para producir la pieza que luego iría a otros procesos de maquinado: torneado y fresado.



En una etapa final antes de incorporar la parte fabricada a un mecanismo más complejo (otra máquina nueva que se enviaría a otras escuelas industriales para ser empleadas en prácticas como las nuestras), se le aumentaba la tenacidad general y la dureza superficial. Para ese proceso, difícil y peligroso, nosotros asistíamos al maestro de taller quien manipulaba la pieza sobre la fragua y luego la sumergía en las sales de cianuro fundidas.



En un extremo del gran taller, debajo de la sala de dibujo técnico, estaba el pañol del taller de ajuste y montaje. Por turnos los estudiantes, que también barríamos los pisos y aceitábamos morsas y máquinas al final de cada jornada de prácticas, nos encargábamos de mantener ordenado el pañol: el lugar donde se guardaban las herramientas de mano, manuales o eléctricas, los lubricantes en pasta y líquidos, piezas mecánicas pequeñas, barras y otros perfiles de acero y también las sales de cianuro.



Las sales de cianuro estaban en un gran frasco de vidrio grueso con tapa de baquelita roscada, con una etiqueta que mostraba una calavera con dos huesos cruzados y una leyenda con grandes caracteres: veneno.



¡Quince años! Aprendíamos, y jugábamos… A veces nos reprendían porque jugábamos demasiado. Nos reíamos. Descubríamos sensaciones nuevas con nuestras amigas de la escuela de maestras y bachilleres que estaba a sólo doscientos metros de nuestra técnica entonces todavía solamente para varones, y defendimos con cortes de calles, manifestaciones y pegatinas de carteles la escuela pública, la enseñanza para todas y todos, gratuita, laica, cuando Arturo Frondizi (buscar en la Internet) abrió en Argentina las primeras puertas al “nuevo” capitalismo.



Pero nunca jugamos con las sales de cianuro, ni con las máquinas que fabricábamos para que fueran a otras escuelas industriales. Teníamos conciencia de nuestro papel en la historia. Fue cuando algunos compañeros del flamante centro de estudiantes me encargaron la redacción e “impresión” de una revista. Fue mi primera ocupación literaria y periodística. La revista era escrita y dibujada totalmente a mano y con tinta china sobre papel “vegetal”, “calco”, transparente, y luego, con la anuencia del profesor de dibujo técnico, hacía copias heliográficas impresionando con luz a través del “calco” un papel sensible que enrollado se revelaba en un cajón con gases de amoníaco. Cada diez o quince minutos de la media hora que duraba la operación tenía que salir al patio a respirar, ahogado por el amoníaco.



Ahora tengo setenta y dos años cumplidos, cada trescientos sesenta y cinco días debo renovar mi licencia para conducir automóviles, y en el transcurso del tiempo vivido manejé máquinas limadoras, soldadoras eléctricas y oxiacetilénicas, dibujé con tinta china sobre tableros en papel transparente, escribí en revistas, manejé vehículos, fabriqué tallarines, reparé máquinas de escribir, teletipos, aparatos de laboratorios bioquímicos, defendí los modos democráticos en la vida social, enfrenté injusticias y a las dictaduras, compuse y redacté disposiciones municipales y ahora también corrijo el estilo editorial de textos académicos de las ciencias sociales.



No hace mucho una joven autora, luego docente e investigadora universitaria, con su tesis de licenciatura premiada con la edición que a mí me encargaron cuidar, conforme con mi colaboración, me preguntó que acreditaciones tenía para desenvolver ese trabajo. “Soy mecánico”, le respondí con una sonrisa.



Pienso, y es mi profundo pesar, que si fuéramos ahora en el mundo multitudes de mecánicos enseñados como nos enseñaban aquellos otros mecánicos y maestros de mecánicos, si fuéramos multitudes de mecánicos imbuidos de las filosofías de la mecánica y de la política, y conscientes del rol histórico a desempeñar, multitudes de mecánicos nuevos, sí, jóvenes, actuales, ya nacidos en la era digital o naturalizados en ella, vigorosos, hermosas y hermosos mecánicas y mecánicos, enamorados de la vida y gozosos, no habría linchamientos entre pares (unos pares con aparente suerte y otros simplemente desgraciados), no habría todavía tantos nazis y fascistas, no habría hambre ni injusticias como ahora, habría menos ricos y menos pobres, menos vigilancia y menos castigos, y hasta quizá tampoco habría aviones perdidos.



Así le explicaría a Daniel H. el porqué de mis alteraciones de la presión arterial.

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