Entre abril y los primeros días de junio de 1982, durante la
Guerra de Malvinas, nos tocó a un reducido grupo de compañeros organizar la Defensa Civil en una
asociación vecinal de un barrio del conurbano noroeste de la Provincia de
Buenos Aires cercano a Campo de Mayo, entonces la mayor concentración del
aparato militar terrestre (y ocultas en éste prisiones clandestinas donde se
torturaba a trabajadores y militantes populares, y a las muchachas embarazadas
se obligaba a parir con los ojos tapados para que no reconocieran el hospital y
robarles sus bebés; nosotros, los militantes, eso lo sabíamos).
Dada la veda al quehacer político popular impuesta por la
dictadura iniciada en 1976, y sobrevivientes de las persecuciones, un reducido
grupo de muchachas y muchachos (para quienes yo con apenas cuarenta años era
“el nono”) hacía un año que habíamos ingresado a aquella Sociedad de Fomento.
El propósito inmediato había sido revivir la actividad recreativa y cultural
del barrio, reestablecer lazos sociales, vencer al miedo.
Tres días después de la huelga general y de la concentración
en oposición a la dictadura, el 30 de marzo en la Plaza de Mayo de la capital, cuando
cada uno del grupo participó según sus filiaciones, ocurrió el desembarco en
Malvinas. No habrían pasado más de dos semanas cuando fuimos convocados
presidentes y secretarios de una treintena de asociaciones de vecinos a una
reunión con el intendente municipal. El cargo lo ocupaba un viejo referente del
partido radical heredero de Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen que había sido
elegido para el cargo por voto popular en 1973, en minoría, es cierto, cuando
el peronismo por disidencias entre facciones no presentó candidatos y decenas
de miles votaron en blanco (había sido ungido, como se dijo, en minoría; luego
los militares lo habían defenestrado y más tarde reincorporado, porque no
tenían a quien poner en su lugar).
Lombardo, el intendente, nos pidió que organizáramos la Defensa Civil en
cada uno de los barrios. Nos dijo que él era consciente que la mayoría de nosotros
rechazaba al gobierno dictatorial, pero que nos lo solicitaba ante el grave
riesgo que corría la
población. En conversaciones más reservadas con otros
jerarcas municipales nos dijeron que se habían enterado oficiosamente que en
las altas esferas militares se presumía la posibilidad de un bombardeo
británico. Nuestra “misión”, declarado un alerta de bombardeo, era movilizar de
cualquier manera y mediante propios medios, sin ninguna ayuda, a los pobladores
más vulnerables a través de más de diez kilómetros hacia fuera del área de
riesgo.
Esa noche el grupo peronista, socialista y comunista se
reunió en casa (casa que ya no existe porque cinco años y medio después, en
enero de 1988, fue incendiada ex profeso en significativa coincidencia con el
alzamiento del “carapintada” Aldo Rico en Monte Caseros, Corrientes). En esa
reunión volvimos a caracterizar y analizar la situación.
Consecuentemente resolvimos organizar la Defensa Civil en una
extensión de sesenta manzanas en las que residían más de mil quinientas
familias trabajadoras, la mayoría entre modestas y pobres. A esas familias
pertenecían unos cuatro mil niños y adolescentes. Se decidió por dos razones:
si se concretaba el bombardeo garantizar la autoprotección de la mayor cantidad
de vecinos y, también en primer lugar, producir una movilización de
organización y autodefensa de esencial experiencia incluso si aquella amenaza
aérea no se concretara.
Fue una tarea ardua, con relevamientos casa por casa, de
personas y sus edades, de reservas de agua y de camiones, coches, motos,
carros, bicicletas y hasta carretillas, la incorporación de colaboradores
efectivos y potenciales (responsables de manzanas, conductores de vehículos,
paramédicas, electricistas, mecánicos, etc.). En el lapso de la guerra se
realizaron con los vecinos tres reuniones de análisis de la situación que
tuvieron carácter masivo. En ellas entre todos se habló de política, de
rescatar a los partidos populares y a los sindicatos como expresiones de los
intereses de la base social, y se saludó a la solidaridad latinoamericana.
En el ámbito más reducido de los “militantes” y algunos
allegados que se iban sumando, a partir de información periodística de la época
reflexionamos entonces sobre la intención del imperialismo, en el marco del
calentamiento de la “guerra fría”, de conformar por entonces una Organización
del Tratado del Atlántico Sur (OTAS), una suerte de “filial” de la norteña OTAN, y que
en tal advenimiento había un gran interés anticomunista mutuo, pero a la vez en
rivalidad, de la Sudáfrica del entonces apartheid
y de la dictadura argentina, con Massera
a la cabeza. Ahora
el Gobierno de Estados Unidos reflota el proyecto, refiere Raúl Zibechi en un
artículo que en enero de este año publicó ALAI (http://alainet.org/active/61117&lang=pt).
En los inicios de la década de 1980 Estados Unidos e Inglaterra
observaban. Estados Unidos vigilaba con atención su patio trasero haciendo
guiños al egocéntrico y alcohólico Galtieri, a quien engolosinaba llamándolo
“majestuoso general”. El mayor afán de “nuestros” dictadores era componer las
cortes de los amos imperiales, y en esa febril ambición, cuando ya aquellos
amos torcían sus pulgares hacia abajo concluida la tarea “reorganizadora” de
diezmar la voluntad de los mejores, no se les ocurrió mejor idea que producir
un hecho de fuerza que los reposicionara. Pero no que los reposicionara ante
nosotros mismos, los pueblos sufridos del sur americano, sino que los
reposicionara en la materialización del sueño de la OTAS.
La todavía
Unión Soviética, Cuba, y otros gobiernos
latinoamericanos sin duda que no desconocían ese general cuadro de situación.
Simplemente actuaron con estrategias y tácticas de la política, como nosotros
muy modestamente en aquella asociación vecinal de algo más de mil quinientas
familias trabajadoras, la mayoría entre modestas y pobres.
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