Algo más de cincuenta personas muertas, la mayoría de ellas,
se presume –todavía no se ha confirmado–, ahogadas por los anegamientos
consecuentes a la lluvia.
No hemos escrito que esos anegamientos han sido consecuencia
de una precipitación pluvial, es cierto que extraordinaria, sino que han sido
consecuentes a ella: es decir, que los anegamientos que provocaron las muertes
por asfixia por sumersión sucedieron después de la lluvia, no “por” la lluvia. No fueron
consecuencia de un fenómeno estrictamente natural o de la fatalidad las causas
del anegamiento que mató por asfixia a la mayoría de las más de cincuenta
personas muertas. En otros factores hay que enfocar la atención y especialmente
en conductas humanas. Mientras ocurrían las muertes los máximos responsables de
las ciudades de donde los muertos eran “ciudadanos” se encontraban de
vacaciones en las playas de Brasil: el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires, Mauricio Macri, y Pablo Bruera, Intendente de la Ciudad de La Plata,
capital de la más poblada provincia argentina. Los auxiliares de este
intendente pretendieron disimular su ausencia poniendo en las mentadas “redes
sociales” imágenes de él “asistiendo” a damnificados; el propio Bruera
desmintió la autenticidad de esas imágenes. Macri, más brutal, reivindicó su
derecho a descansar.
Ambas ciudades están dirigidas por equipos de destacados
miembros de la clase media, y en su mayoría pertenecen a esta “capa” social los
electores que los ungieron en sus puestos de gobierno. Entre las víctimas
fatales, las más de ellas, con seguridad, podrán ser calificadas como
pertenecientes a los sectores sociales menos beneficiados y “vulnerables”, más
extensos pero menos decisorios en cuestiones políticas. ¿Por qué se dice menos
decisorios siendo que en número podrían ser más? Porque en las burocracias pesan
más algunas “cualidades” que las cantidades: muchos bienintencionados y hasta
voluntariosos en un plato de la balanza pesan menos que en el otro plato unos
pocos con habilidades en las “técnicas de gestión” y que además son muy pillos
o al menos bastante.
En la Ciudad de Buenos Aires, el Barrio Mitre, un enclave de
menos de media docena de hectáreas dentro del más extenso barrio Saavedra y
cerca del de Núñez, sobre la comercial avenida Cabildo que lleva hacia Belgrano,
en el límite norte de la ciudad, tiene una historia de tristezas y de olvidos.
Tristezas de sus pobladores y olvidos de “los ricos” ya desde 1940 cuando allí
se constituyó una de las primeras villas “de emergencia”, “miseria”, “morro” o
“cantegril” de familias trabajadoras rurales atraídas por la gran capital (o,
más precisamente, por el gran capital). En 1957 un incendio destrozó el
asentamiento y sus pobladores fueron trasladados al gran monumento a la
inequidad luego demolido en marzo de 1991: el “Albergue Warnes”, una enorme
mole de hormigón en el centro geográfico de Buenos Aires que se había comenzado
a construir con destino a un hospital pediátrico nacional y que caído el
Gobierno de Juan Perón quedó abandonado.
Un año después, en 1958, el gobierno surgido del golpe
cívico militar que había derrocado a Perón inauguró el “Barrio Mitre” con
casitas muy modestas destinadas a los damnificados de aquel incendio. Desde
aquel momento hasta ahora transcurrieron cincuenta y cinco años. Quizá son tres
las generaciones de pobladores que en este lapso, y sin solución de
continuidad, continuaron tanto sumando habitaciones y mejorando sus viviendas sin
dejar de ser “olvidados” y “discriminados” cada vez que el “progreso” se
acercaba a su geografía habitacional. En estos cincuenta y cinco años en la
proximidad del Barrio Mitre se construyó la primera autopista argentina, el
llamado Acceso Norte o Ruta Panamericana, edificios torre para industrias y oficinas
de lujo, se reconstruyó integralmente la avenida General
Paz y se instaló un “súper shopping”, el “Dot Baires”. Y
oscura, no clara, el agua no pudo escurrir y salir de la ciudad.
Pasó otro tanto en las barriadas periféricas de la otrora
“modernísima ciudad de las diagonales”, La Plata, fundada, diseñada y
construida inicialmente a fines del siglo XIX tras el exitoso implante de
estancias agropecuarias en el sur de “la provincia de” Buenos Aires –de allí
viene el escribir provincia con inicial minúscula– en la fértil pradera donde
con “las armas de la patria” (marca Rémington) se aniquilaron decenas de miles
de pobladores originarios para inaugurar un selecto núcleo de “terratenientes”
familias oligárquicas.
Administrar tanta producción y acumulación de riqueza en
pocas manos discriminando a multitudes del progreso requirió de
“especialistas”, de “gestores”, de “vigilantes”. Requirió de una clase
intermedia, intermediaria, de la clase media, a la que se pudo ingresar libremente
con sólo adoptar convicción de pertenencia y obediencia (de conveniencia).
Así estamos, así anegados. Pero así todo se puede renunciar
a ser “clase intermediaria” en la sumisión y explotación de los más. Para
acometer con tal renuncia solamente es necesario pensar, pensar y practicar
otras convicciones, no las de conveniencia personalísima.
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