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martes, 24 de abril de 2012

Corvinas a la soga...


En esta historia recopilada ya hace muchos años por Pimienta Rodríguez (80), el protagonista principal es un vecino y amigo, Juan “El Pato” Meirana, de profesión pescador (75), domiciliado sobre la orilla del gran estuario, y quien desconfiando de lo que me haya escuchado si con afán de hacer más evidente la veracidad de algún relato yo injiero la afirmación de que “lo que digo es cierto”, me retruca: “¿Entonces, lo que me dijo antes, era mentira?”.

Y la historia, ésta, también es cierta. Me fue confirmada hace unos meses por el propio Meirana, por Ana, su mujer, y por otro testigo al que Pimienta no da por presente: José “Pepe, el Colorado” Alonso, maestro albañil, también buen vecino. Del recopilador me han dicho que está muy mal de salud y no he querido molestarlo, solamente aclaro que a su redacción le hice algunos pocos cambios de sintaxis.  

Corvinas a la soga
De Juan Pimienta Rodríguez (Playa Verde, Uruguay)

Hoy en día la captura de la corvina negra no se da con la regularidad y abundancia de años pasados. Entre tantas de esas salidas de pesca de las que tengo memoria hay una que prefiero, y cuyo resultado arrojó la cantidad de más de cuarenta ejemplares que variaban entre los diez y los veinticuatro kilos de peso. Una vez en la costa se apartaron las que aún estaban con vida y se ataron cada una con una cuerda de poco más de un metro pasándola por la mandíbula del animal con una lazada y luego con un “destorcedor” unida a la cuerda madre, la que bien tirante se puso como era costumbre entre dos anclas a unos treinta o cuarenta metros de la costa, donde hay una profundidad de un metro aproximadamente. Cada corvina quedó a tres metros de distancia de la más próxima, para evitar que se enreden entre ellas. Con esta técnica se logra mantenerlas vivas dos o tres días y salvar el problema de la conservación sin tener que recurrir a cámaras, que en Playa Verde no las hay para estos volúmenes.

Hacía unos cuantos días que la pesca no se daba con ninguna de las especies habituales a pesar de habérselo intentado con diversas artes y en todos los pesqueros. En la tarde de ese día habíamos convenido con Pato, el porteño Guillermo –un buen amigo que viene a Playa Verde desde la niñez, gran aficionado a la pesca–,  y el que narra, salir embarcados. La noche estaba hermosamente oscura, el cielo limpio y estrellado, el mar apenas ondulaba deshaciéndose las pequeñas rompientes en una fosforescencia que iluminaba delineando la silueta hasta de las más pequeñas criaturas. El propósito de la salida era la captura de pejerreyes a través de trasmallos colocados al borde de la isla grande, accidente costero que esta formado por un roquedal sumergido, que asoma en la bajante. Este lugar es uno de los preferidos de la mencionada especie pero también lo es de la corvina negra, por la gran cantidad de mejillones, su alimento preferido.

Llegamos a la isla sigilosamente, introduciendo en el agua la pala de los remos con delicadeza que más parecían caricias que al intento de avanzar, apenas si denunciaba nuestra presencia la estela luminosa que dejaban aquellos suaves movimientos.

Cuando Pato Meirana consideró que estábamos en el lugar adecuado para comenzar ató el primer muerto y lo dejó deslizar por la borda, y apenas había echado tres o cuatro metros de malla cuando viene la gran sorpresa: el fondo del mar se iluminó por las disparadas de un cardumen de corvinas. De inmediato se procedió a levantar las artes y tan silenciosamente como habíamos llegado, pero con nervio y premura, volvimos a la costa en busca de las mallas para corvina negra. Ya nos olvidamos del pejerrey, la única preocupación era volver a la isla y que el cardumen no se hubiera ido; volvimos, el cardumen afortunadamente estaba en pleno festín y no se había movido del lugar. Bajo la dirección del patrón de la embarcación, hombre de mar, conocedor del lugar como nadie, se arrojó medio trasmallo, treinta o cuarenta metros, cuando se empezaron a sentir los tirones de los animales que se iban enmallando. Cuando se terminaron de tirar las tres o cuatro piezas acollaradas y sujetas en el extremo por un ancla volvimos al lugar del comienzo y empezó la cosecha. ¡Impresionante! Levantábamos, levantábamos y adentro, otra y otra vez más...

— ¿Cuántas van?
— No sé... perdí la cuenta... hace un rato iban veinte...
— No importa, las contamos en la costa.

Al fin levantamos la última, jadeantes, con la chalana cargada tanto que la línea de flotación quedó sumergida diez centímetros en un mar por suerte muy sereno.
Cuando ocurrían estas capturas extraordinarias se corría la noticia por los pueblos vecinos y acudían los fanáticos de la corvina a las brasas. Venían desde Pan de Azúcar, Piriápolis, Gregorio Aznárez y hasta desde San Carlos; pedían por favor que se les llamara por teléfono, que no se los dejaran afuera.

Fue así que una mañana apareció un forastero, entre curioso e incrédulo, en busca de las tan famosas corvinas no sólo por lo sabrosas sino por el tamaño que se decía tenían, lo que le sonaba más a cuento que a realidad. Hacía un par de días que se había hecho aquella excelente captura y aún quedaban algunas en el agua atadas a unos cincuenta metros de la orilla.

El hombre saludó y con cierta timidez preguntó por “el señor Meirana”, quién se presentó de inmediato desarrollándose el siguiente diálogo:

— Señor —dijo el forastero—, tengo antojo por comer una corvina a las brasas y me mandaron a usted que, me dijeron, es el único que podía tener alguna.
— Lamentablemente aquí no tengo.
— ¡Que pena!, volveré a mis pagos con las ganas de probar el tan mentado manjar.

Pero Pato, muy afecto a las travesuras y no perdiendo la oportunidad al dar con un chambón en la materia, cuando el hombre ya estaba dispuesto a irse le pregunta:
— ¿Está muy apurado?— A lo que el forastero sorprendido le contestó —Bueno, apurado no, pero me voy esta tarde…

Pato pregunta la hora y dice — ¿Usted puede espera diez minutos?—
Cualquiera se podrá imaginar que a esta altura de los hechos el visitante estaba ya desorientado. Encogiéndose de hombros contesta: —Y… lo espero…

— Aguárdeme un ratito que enseguida le pesco una—.
Empujó Meirana la chalana que estaba sobre rolos en la orilla, dio cuatro o cinco golpes de remo, atravesó la embarcación dejándola paralela a la costa y dando la espalda a ésta se inclinó sobre la banda opuesta, desprendió una pieza de regular tamaño, se dio vuelta, la levantó y mostró: — ¿Le sirve ésta?—.

El forastero asintió. Luego, ya en su poder la corvina limpia y embolsada pagó lo que se le pedía y, todavía preso del asombro, se despidió sin hacer el menor comentario.
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Gervasio Espinosa (martes 24 de de abril de 2012)

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